EL VARÓN DE DIOS
Siete cualidades de un varón de Dios
Al describir las cualidades de un varón de Dios, he tratado de evitar el hablar de realidades abstractas que son de fácil definición pero difícil observación. La Palabra nos advierte que son los frutos los que nos ayudaran a identificar al verdadero discípulo (Mat 7. 20), y describe cual es el fruto del Espíritu (Ga 5. 22-23). Pero a veces se nos hace difícil entender exactamente como se manifiesta esto en situaciones concretas de la vida cotidiana. ¿Cómo es, entonces, el varón de Dios ?
1. El varón de Dios esta creciendo en su consciencia de pecado
Cuando era joven e idealista, creía que con el avanzar de los años iba a tener cada vez menos problemas con el pecado. Según mi entendimiento en ese momento, los grandes varones de Dios habían logrado semejante grado de espiritualidad que el pecado era apenas un pequeño contratiempo en su vida cotidiana. La experiencia no solamente me demostró lo opuesto, sino que con el pasar de los años el testimonio conjunto de diferentes siervos de Dios me demostró lo errado de mi conclusión. Cada uno confesaba su lucha cada vez mayor con el problema del pecado.
La Escritura nos presenta con una diversidad de pasajes que confirman esta observación. La casi universal reacción frente a la presencia de lo divino, en la Palabra, es la de fuerte temor. Aquellas personas que fueron escogidos para las experiencias de mayor cercanía con Dios fueron las que tuvieron las reacciones más fuertes de terror y espanto frente a su propia condición de pecado.
Tal es el caso de Isaías. En el año de la muerte del rey Uzías vio al Señor sentado en el templo , rodeado de seres espirituales que proclamaban incesantemente su santidad. Su primera reacción no fue una reacción de asombro o maravilla sino de pavor frente a la inmundicia de su propia vida: ¡ Ay de mi !, exclamó. Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito (Is. 6. 5).
La misma reacción tuvo Pedro cuando percibió que Jesucristo era más que un simple maestro. Había estado escuchando las enseñanzas del Mesías cuando este le mandó echar las redes en el agua otra vez. La asombrosa redada que produjo su obediencia lo convenció a Pedro de que estaba verdaderamente frente a un ser santo. Saltando del barco se echó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador (Lc 5. 8).
En Apocalipsis podemos ver algo similar en Juan cuando se enfrentó al Señor. Estando en Espíritu, vio a uno semejante al Hijo del Hombre. Su apariencia, para nosotros que no le hemos visto, es difícil de imaginar, aún teniendo la descripción del apóstol. Pero a Juan le infundió un temor tan profundo que dice: Cuando lo vi, caí como muerto a sus pies ( 1. 17).
Es indudable que esta reacción espontánea en el ser humano tiene mucho que ver con el marcado contraste entre su propia vida y la santidad de Dios. El varón de Dios es una persona que, a medida que se ha sido acercando a la luz admirable, ha tomado conciencia cada vez más profunda de las muchas imperfecciones que existen en su vida. Cuanto más tiempo está con el Santo más convicción tiene de su necesidad de procurar la santidad en su propia vida.
De esta verdad podemos enunciar un principio de vida importante:
El peso del pecado es inversamente proporcional a la cercanía de la persona a Dios.
2. El varón de Dios sabe aprovechar bien todos las situaciones de la vida.
Una segunda característica que marca la vida del varón de Dios es que es, en el buen sentido de la palabra, un oportunista. Hay muchos creyentes en el pueblo de Dios que no crecen porque necesitan que el entorno sea propicio para avanzar en la vida espiritual. Cuando las condiciones son adversas se desaniman y dejan de esforzarse por seguir creciendo. Las crisis de la vida ponen de relieve la poca profundidad que tiene sus raíces espirituales. Seguramente en esto pensaba el autor de Proverbios cuando decía: Si eres débil en el día de angustia, cuan limitada es tu fuerza (24.10).
La vida, de por si, tiene su gran cuota de desafíos, dificultades y sinsabores. Es una realidad que acompaña la existencia cotidiana del ser humano. Pero al cristiano se le añaden las dificultades propias de su identificación con la persona de Jesucristo. La amistad con Dios es enemistad con el mundo. Se nos ha anunciado una y otra vez que un discípulo no está por encima de su maestro, ni un siervo por encima de su señor. Le basta al discípulo llegar a ser como su maestro, y al siervo ser como su señor. Si al dueño de la casa lo han llamado Beelzebú, ¡ cuánto más a los de su casa ! (Mat 10. 24-25).
El varón de Dios no es la persona que encontró la manera de vivir con la menor cantidad de problemas posible. El varón de Dios es aquel que ha dejado de luchar contra esta realidad, entendiendo en su ser interior que las dificultades, la adversidad y el sufrimiento son el semillero ideal para crecer en todos los aspectos que tiene la vida espiritual. Así como la planta se afirma y fortalece como resultado de las tormentas, también el cristiano avanza hacía la madurez en medio de las dificultades (Sant 1. 2-4).
Al entender esto, el varón de Dios se une a esa gran multitud de hombres y mujeres que fueron formados por Dios en la escuela del desierto, en medio de pruebas y aflicciones. El Padre de la fe, Abraham, se formó en largos años de espera, mientras el tiempo inexorablemente pasaba y la posibilidad de engendrar un hijo se hacía cada vez más remota. José, escogido por Dios para salvar a su pueblo desde su función como primer ministro, se formó en la durísima escuela de la esclavitud y la cárcel. Moisés, llamado a ser libertador del pueblo Israelita, pasó cuarenta años en el desierto simplemente cuidando ovejas. David, ungido como futuro rey de Israel, pasó más de doce años en la escuela de desierto, traicionado y abandonado.
En el Nuevo Testamento encontramos el mismo principio en operación. Juan el Bautista, llamado a ser profeta del Altísimo, pasó todos los años de formación en una comunidad que moraba en el desierto. Literalmente era una desconocido cuando apareció a orillas del río Jordán. Pedro creció abruptamente cuando le tocó beber de la amarga copa de la traición. Habiéndose confiado de su compromiso con el Señor, fue sacudido hasta lo profundo de su ser cuando negó tres veces conocer a Aquel con el cual había pasado tanto tiempo. Y Pablo mismo, según el testimonio de Gálatas, desapareció durante catorce años luego de su conversión.
El varón de Dios es aquel que ha entendido que las adversidades de la vida son, muchas veces, los momentos más propicios para afianzar y crecer en la vida espiritual. No desaprovecha ninguna de las oportunidades que se le presentan. De esta verdad podemos elaborar otro principio de vida importante:
Las dificultades y el sufrimiento que nos tocará transitar son directamente proporcionales al grado de responsabilidad que hemos recibido.
3. El varón de Dios está descubriendo el poder liberador de la gracia.
Ninguna de las verdades del reino resultan tan escandalosas a nuestros conceptos culturales como el de la gracia. La gracia contradice todo lo que se nos ha enseñado desde niños, porque la gracia habla de lo que es gratuito, de lo que es inmerecido. Pero en nuestra cultura hemos sido inculcados con la idea de que, en esta vida, nada es gratuito. Todo se debe conquistar con el esfuerzo, aún las amistades y el aprecio de la gente.
Quizás en ningún momento de la vida se hace sentir con tanta fuerza esta convicción como durante los años de nuestra juventud. Tenemos toda la fuerza y disciplina para emprender el camino que escogamos. El mundo nos espera, con su invitación a que lo recorramos y descubramos sus muchos secretos. El ministerio llama. La gente se pierde, las injusticias nos rodean, y los males a corregir cobran nitidez. Nuestro romanticismo incipiente nos lleva a pensar que si encontramos los caminos correctos podemos salir a cambiar el mundo.
A estas condiciones normales se agrega el hecho de que muchas de las personas que se abocan al ministerio para servir a otros son personas que han sufrido muchos dolores y angustias durante los años formativos de su vida. Tienen, por lo tanto, una necesidad profunda de ser aceptados por Dios y sus semejantes, y que mejor camino para lograr esto que a través de un servicio desinteresado hacia los demás. El problema es que las necesidades afectivas de estas personas son tan profundas que no importa cuanto los aprecien y respeten, siempre necesitan de más. Este factor, más que cualquier otro es la que convierte al ministerio en un motivo de esclavitud.
El varón de Dios es una persona que ha descubierto que no es su esfuerzo ni su empeño lo que produce crecimiento en su vida y en el ministerio. Ha hecho las paces con los elementos contradictorios del reino. El que trabajó todo el día recibe el mismo salario que el que trabajó solamente una hora ( Mat 20. 1-16). El Hijo que malgastó la fortuna del padre, viviendo perdidamente, tiene los mismos privilegios que el hijo que le sirvió fielmente durante años (Lc 15. 11-32). La gracia de Dios opera en todos, por todos y sobre todos. Todo nuestro aparente esfuerzo no produce nada si Dios no interviene y transforma, de manera que el apóstol Pablo, citando a los profetas, declara: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y tendré compasión del que yo tenga compasión. Así que no depende del que quiere ni del que corre, sino del Dios que tiene misericordia (Ro 9. 15-16).
No es que el varón de Dios no se esfuerza. Trabaja y se disciplina, aún con fatigas y desvelo, pero ya no lo hace con esa desesperación y angustia que nos acompaña cuando creemos que todo depende de nuestro esfuerzo. La característica sobresaliente de todo lo que hace es la paz. No esta bajo condenación, sino que se mueve en la libertad con que ha sido libertado (Ga 5.1).
Es en esa libertad que podemos entender la exhortación, aparentemente contradictoria, de Pablo a su hijo Timoteo: Tu, pues, hijo mío, esfuérzate en la gracia que hay en Cristo Jesús (2 Ti. 2.1).
Un principio de vida que se desprende de esta verdad es la siguiente:
La paz en la vida de una persona es proporcional al grado de entrega que ejercita frente a la persona de Dios.
4. El varón de Dios conoce sus propias limitaciones.
En el transcurso normal de la vida de una persona que se involucra en el ministerio, la persona procede de lo sencillo a lo complicado. En sus primeros pasos dentro del ministerio quizás tenga una responsabilidad mínima en alguna obra de la iglesia. Pero con el pasar de los años, a medida que esta persona adquiere experiencia y confianza, comienza a tomar otras responsabilidades dentro de la iglesia. Conforme a las posibilidades que tenga puede llegar a trabajar más allá de la iglesia local y extenderse hacia otras obras.
Eventualmente llega a una etapa en la vida en la cual está comprometida con tantas actividades y oportunidades que vive permanentemente corriendo de reunión en reunión, y de un evento a otro evento. El resultado es que hace de todo un poco, pero tiene pocas oportunidades para usar sus talentos y dones porque otras actividades le roban de esta posibilidad.
Los apóstoles reconocieron el peligro inherente en asumir más responsabilidades de lo que corresponden. En los primeros días de la iglesia las necesidades eran muchas. Surgían nuevos desafíos cada día. Uno de ellos se produjo cuando los judíos helenistas trajeron a los apóstoles una queja de discriminación contra sus viudas por parte de los judíos nativos. Los apóstoles convocaron a la iglesia y le mandaron que escogan varones que se pudieran hacer cargo del problema, diciendo: No es conveniente que nosotros descuidemos la palabra para servir las mesas (Hc 6. 2). A veces la actitud de los apóstoles se ha interpretado como una de soberbia, pero en realidad simplemente estaban ejerciendo suficiente disciplina para proteger el ministerio que les había sido encomendado.
Seguramente esta actitud la habían aprendido de Jesús que realizaba sus actividades con una clara visión de las prioridades que debía guardar. No permitió que las necesidades, ni las oportunidades dictaran qué hacía con su tiempo. Cuando había estado hasta altas horas de la noche ministrándole al pueblo de Dios la gente naturalmente quería más. Pero Jesús se había levantado muy de mañana para orar. Cuando los discípulos lo encontraron Pedro lo quería llevar de vuelta al pueblo. Pero Jesús le contestó: Vamos a otro lugar, a los pueblos vecinos, para que predique también allí, porque para esto he salido (Mr 1. 38). En el evangelio de Juan encontramos que la razón era un deseo de hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra (4. 34)... las obras que el Padre me ha dado para llevar a cabo... (5. 36).
De esto mismo hablaba el apóstol Pablo en Efesios, cuando describía la nueva vida que hemos recibido: Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para hacer buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduvieramos en ellas (2.10). Nuestra necesidad es descubrir las obras que ya están preparadas para que nosotros las hagamos, no inventar obras para hacer y luego pedirle a Dios que bendiga nuestros buenos esfuerzos.
El varón de Dios ha descubierto la progresión espiritual en la cual se debe mover el ministerio. En sus comienzos, mientras busca identificar sus dones, se mueve en diversas actividades bajo la cobertura y la guía de quienes puedan ser más sabios que él. Pero con el pasar de los años Dios va confirmando los dones que ha recibido y el ministerio al cual ha sido llamado. Con el avanzar de la madurez el varón de Dios va descartando aquellas actividades al cual no ha sido llamado, para quedarse con unas pocas en la cual pueda dejar un aporte duradero a la causa del reino. Su deseo es hacer poco, pero hacerlo con excelencia.
De esta verdad se desprende el siguiente principio de vida:
La efectividad de un ministerio es directamente proporcional a la capacidad del ministro de moverse en la autoridad y los dones que ha recibido.
5. El varón de Dios está creciendo en compasión y misericordia.
Una de las características en los fariseos que mayor tristeza produce es su total falta de compasión. Estos hombres, que se jactaban de ser verdaderos discípulos de Dios, se movían en medio del pueblo con dureza, dispensando juicio y condenación a todo el que no se ajustaba a sus estrictas normas. Una y otra vez los vemos más interesados en definir meticulosamente la interpretación correcta de la ley que en extender el amor y la misericordia del Señor hacia aquellos que lo estaban buscando. No pudieron regocijarse en que un hombre ciego desde nacimiento hubiera recuperado su vista (Jn 9).
Intentaron detener a otro que había estado paralítico por treinta y ocho años porque, habiendo recibido la sanidad, llevaba su catre en el día de reposo (Jn 5. 1-9). Una mujer de mala vida que encontró en Cristo la compasión que nunca había conocido, simplemente causó repugnación en Simón el fariseo (Lc 7. 39). No podemos comprender semejante dureza de corazón.
El problema es que este es exactamente el efecto que tiene sobre la vida de las personas un evangelio puramente intelectual. Cuando las verdades de Dios atrapan nuestro interés mental, pero no se traducen en una vida de obediencia que nace del corazón, nuestra vida espiritual solamente puede relucir cuando nos comparamos con otros. Si logramos, de alguna forma mostrar que los demás son menos que nosotros, entonces nuestras vidas quizás brillen más de lo que brillan cuando estamos solos delante de Dios. Es por esta razón que las personas inmaduras se pasan gran parte del tiempo emitiendo juicios acerca de los que están a su alrededor. La crítica es parte del lenguaje de todos los días y se especializan en hacer declaraciones categóricas acerca de cual es la verdadera manera de hacer las cosas.
El varón de Dios ha comprendido que tiene suficientes problemas con su propia vida como para andar vigilando y controlando a los demás. Es plenamente consciente de sus propias imperfecciones, las cuales le impulsan continuamente a entrar en la presencia de Dios buscando misericordia y perdón. Habiendo luchado por muchos años con su propia naturaleza, en la cual el espíritu quiere pero la carne es débil (Mat 26. 41), puede ser misericordioso con otros peregrinos que también están en la misma lucha. Cristo afirmó: el que mucho ama, mucho ha sido perdonado (Lc 7. 47).
La característica de la ternura es una de las que más destacó la vida de Jesús. Los sacerdotes, que debían hacer de nexo entre Dios y los hombres, se habían distanciado del pueblo para vivir vidas de ocio y pecado. No podían identificarse con las necesidades y luchas del pueblo porque no las conocían.
El pueblo había sido defraudado una y otra vez. Pero el autor de Hebreos alienta a los cristianos del primer siglo a que no comparen a Jesús con otros sumos sacerdotes. Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse con nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado. Por tanto, acerquémonos con confianza al trono de la gracia para que recibamos misericordia, y hallemos gracia para la ayuda oportuna (Heb 4. 15-16).
De esta verdad podemos enunciar otro principio de vida importante:
La compasión que demuestra una persona es directamente proporcional a la cantidad de tiempo que pasa confesando sus propios pecados.
6. El varón de Dios está seriamente comprometido con algunas personas de su entorno.
Uno de los graves problemas que produce el vivir en la gran ciudad es el efecto de alienar a las personas. Frente a las multitudes permanentes a nuestro alrededor optamos por no comprometernos con nadie porque las necesidades son demasiadas. Todos los días miles de personas cruzan nuestro camino pero tenemos pocas oportunidades de relacionarnos, aún a un nivel superficial.
Esta realidad no hace más que perpetuar las tendencias egocéntricas con las que nacimos. Uno de los primeros efectos del pecado fue que Adán y Eva dejaron de ser una pareja y pasaron a ser dos individuos con un compromiso fluctuante el uno con el otro. Ya no existía la transparencia y la confianza entre ellos. Y cuando Dios les llamó a rendir cuentas, cada uno optó por salvar su propia situación echándole la culpa de sus problemas a otro ( Gen 3. 8-13). De generación a generación la misma tendencia egoísta se pasa de los padres a los hijos, de manera que nuestra naturaleza es ser necios, desobedientes, extraviados esclavos de deleites y placeres diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y odiándonos unos a otros (Tit 3. 3).
Para muchos, el cristianismo no es más que una manera de vivir aceptablemente su egoísmo. Hemos heredado un concepto de la vida espiritual que nos ha llevado a creer que podemos crecer en nuestra relación con Dios si perseveramos en algunas actividades individuales y aisladas del cuerpo de Cristo. Nos hemos convencido de que suficiente esfuerzo de nuestra parte debe producir vida. Y no es hasta que van pasando los años que empezamos a darnos cuenta de que no estamos avanzando, sino más bien dando vueltas en círculos. Dios no bendice una vida espiritual egoísta. ¿ Por qué hemos ayunado, y tu no lo ves ? ¿ Por qué nos hemos humillado, y tu no haces caso ? preguntaba el pueblo en Isaias ( 58. 3). La respuesta que les dio el Señor es contundente; He aquí, en el día de vuestro ayuno buscáis vuestra propia conveniencia (4).
El Nuevo Testamento es aún más categórico. Declara el apóstol Juan: Si alguien dice que ama a Dios pero no ama a su hermano, el tal es un mentiroso. Porque el que no ama a su hermano a quien ha visto, no puede amar a Dios, a quien no ha visto (I Jn 4. 20). Este versículo no hace más que rescatar el espíritu de toda la Palabra de Dios, que establece una y otra vez que hemos sido bendecidos para bendecir. Nuestro llamado no es solamente a relacionarnos profundamente con Dios, sino también con los que están a nuestro alrededor. Son actividades paralelas.
Con respecto a esto, es digno de imitación el modelo que dejó el Señor Jesucristo. Estuvo rodeado permanentemente de multitudes. Sin embargo, no permitió que le gobernaran la vida. Por el testimonio de los evangelios y Hechos, podemos tener certeza de que le dedicó más tiempo a los 120 que estaban orando cuando se produjo la visitación de Pentecostés. Podemos también observar que habrá invertido aún más en los setenta que envió de dos en dos (Lc 10). Pero su mayor esfuerzo lo dedicó a los doce. Y aún de entre los doce, escogió a tres con las cuales compartió prácticamente todas su vida.
El varón de Dios es aquel que ha dejado atrás la moderna obsesión con lo grande y espectacular. Ha domado sus tendencias activistas que en algún momento lo quisieron convencer de que el más espiritual es el que más hace. Ha optado por invertir sabiamente sus recursos y dejar sus huellas en las vidas de algunos pocos. De esto se desprende otro principio de vida:
El grado de espiritualidad de una persona es proporcional al grado de profundidad que poseen sus relaciones con otros.
7. El varón de Dios ha aprendido a amar lo cotidiano.
Cuando ya se acercaba el final del ministerio del Señor Jesús, llamó a los tres íntimos y subió al monte. Estando allí, se transfiguró delante de ellos, y sus vestiduras se volvieron resplandecientes. Era un momento de gloria, toda la presencia de Dios manifestada mientras Moisés y Elías conversaban con el Mesías. Pedro, maravillado por lo que estaba viviendo, exclamó: Rabí, bueno es estarnos aquí; hagamos tres enramadas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías (Mr 9. 5). No quería que ese precioso momento terminara nunca.
Todos luchamos con lo que yo llamo el "síndrome de Pedro." Nos sentimos atraidos a las experiencias especiales, las esperamos con anticipación y hasta rogamos que Dios acelere los tiempos para que lleguen con mayor frecuencia. Deseamos que él nos permita una y otra vez experimentar momentos gloriosos como los del monte de transfiguración.
Esta ansia permanente de vivir para los momentos especiales de la vida es parte de la naturaleza misma del ser humano. Lo vemos reflejado en la imagen perpetuada por Hollywood y la industria cinematográfica. Las películas están llenas de excitantes aventuras, de pasión y acción. Nos seducen haciéndonos creer que la vida debe ser vivida de esta manera, con una aventura detrás de otra. Comienzan a resultarnos aburridas las situaciones donde no hay un elemento de drama o riesgo.
La realidad de la vida es otra. Los momentos especiales que llevan una gran cuota de emoción son la excepción a nuestra existencia. Los días comunes, con una rutina establecida son la regla. Aún en la vida espiritual los momentos de visitación sobrenatural son escasos. El gran apóstol Pablo, en su carta autobiográfica (II Corintios), relata una sola experiencia extraordinaria que le fue permitida. Habían transcurrido ya catorce años desde aquel increíble momento en el que fue arrebatado al paraíso y escuchó palabras inefables que al hombre no se le permite expresar (12. 4). Sin embargo, en el capítulo anterior había relatado lo que fue su experiencia más común: azotes, golpes con varas, naufragios, viajes, peligros, hambre, trabajos, fatigas y muchas noches de desvelo.
Si vivimos pendientes de los momentos especiales de nuestra vida nuestro desarrollo va a ser muy leve. Por cada experiencia especial que tenemos, tenemos cientos de días ordinarios y comunes.
El varón de Dios es el que ha aprendido a valorar y utilizar al máximo las situaciones de la vida cotidiana. Se ha convencido de la verdad enunciada por el autor de Proverbios: La sabiduría clama en la calle, en las plazas alza su voz; clama en las esquinas de las calles concurridas; a la entrada de las puertas de la ciudad pronuncia sus discursos (1. 20-21). El común denominador de cada uno de estos lugares es que son el escenario en el cual se desarrollan los quehaceres de la vida cotidiana. El autor señala que la sabiduría se adquiere cuando una persona está dispuesta a aprovechar bien estas situaciones de la vida.
Este punto nos lleva a nuestro último principio de vida, que declara:
La efectividad de un hombre en su vida pública es directamente proporcional a la intensidad de su vida personal.